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El ‘runner’ enjaulado

El corredor confinado sueña con volver a sudar y explora los métodos más ridículos para lograrlo

La imagen no puede ser más ridícula: una colchoneta en el suelo, para no martirizar a los vecinos de abajo, y una persona moviendo los pies como si corriese. “Igual que en una cinta de gimnasio”, dice un testigo que intenta quitar hierro al esperpento. El confinamiento por el coronavirus está llevando a los runners al límite. ¿La especie debe morir? Posiblemente, pero tampoco era necesario recrearse con un final tan cruel.

En un piso de menos de 70 metros cuadrados, con un balcón donde se pasaría de lado si no se hubiese criado en él una selva amazónica, hacer deporte es imposible. “Adidas Training”, recomiendan, para mover un poco el cuerpo, desde la infinidad de grupos de Whatsapp que han florecido con el primaveral encierro. La alternativa de la marca deportiva no es mucho más digna.

El riesgo de sucumbir es muy elevado. Félix reconoce que se ha tirado a las “bolsas de patatas y las cervezas tostadas”. Al día siguiente ya desempolva la bicicleta estática y la pone delante de la tele, con Netflix encendido. Noelia calibra comprarse una por Internet. Incluso tiene el modelo visto, que envía por Whatsapp. Los más disciplinados sobreviven con ejercicios de fuerza. “Hasta tengo agujetas”, bromea una de las corredoras del Grup Atlètic TMB.

Al cuarto día de confinamiento, la tensión se palpa en el aire. “Buenos días”, saludan. “¿¡Buenos días, qué!?», responde el runner enjaulado. La envidia y despecho crece contra quienes viven en países en los que sí puede correr. “Ahora saldré un rato”, informa Lluís, en un grupo de Whatsapp en el que hay una runner. Está claro que no lo hará, solo alardea de que en Bélgica se permite el deporte al aire libre a los confinados. También se puede en Francia. “No durará mucho”, augura Pablo, sobre el riesgo que supone en plena pandemia de coronavirus.

A pesar de la emergencia, hay quienes no entran en razón. A las diez de la mañana, un joven trota como si nada, con chándal y gorro, por los alrededores del parque de la Ciutadella, en Barcelona. Carlos confiesa que se cuelga la bolsa de la compra al hombro y se va a la otra punta del pueblo a hacer la compra: “Media hora de ejercicio diario”. Una pareja de turistas tienen la desfachatez de plantarse en el mismísimo paseo marítimo de Barcelona, con bambas y pantalones cortos. Un mosso les envía educadamente de vuelta a su casa, al hotel, o adonde sea que estén alojados.

No hay maratón de Barcelona, ni la popular carrera de los bomberos, ni siquiera la competición por relevos de Cornellà. “Nos subimos por las paredes”, confiesa Damaris, corredora habitual. Incluso se rumorea que hay una mafia que alquila perros por horas para echarse a la calle. Se dicen cosas nunca oídas hasta ahora: “Por suerte, mañana voy a trabajar”. Vivir en un quinto piso sin ascensor es, de golpe, una ventaja.

“Confirmo que Amazon está entregando mancuernas” a domicilio, informa Aura, con un interés por el deporte aparentemente repentino. “¡Ya hacía antes!”, se defiende. Quien no se ha movido en años, tiene unas ganas súbitas de echarse a trotar por los parques. “¿Se puede o no se puede?”, pregunta Ari. Ana se ha entregado a las clases de Magali, una popular entrenadora de Barcelona: “Me encanta, estoy chorreando”.

Volver a sudar es el sueño húmedo de los runners confinados; perder la forma física, su peor pesadilla. Sus allegados sufren su mal humor. Y ni siquiera se consuelan sabiendo que se recuperarán de la lesión que arrastraban. Viven en la nostalgia de lo que fue y sueñan con lo que vendrá: no habrá calle sin cortar, fin de semana sin carrera, ni paseo marítimo libre. Odiadores de corredores, preparaos, la venganza será terrible.

Fuente: REBECA CARRANCO para https://elpais.com/

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